«J» también fue mi alumno hace unos cuantos años.
«Es rarito, no encaja en el grupo» Este es el mensaje que recibía de su tutora del año anterior.
¿No encaja? ¿Por qué? ¿Se hizo algo para que encajara? Eso era lo que me preguntaba.
Conocí a «J» y era un chico muy alegre, educado, respetuoso… Y su pasión era el baile. Fue curioso ver la percepción que había en e grupo sobre él, pero más curioso aun, la que tenían sus padres. Algunos compañeros le etiquetaban como homosexual, pero usando ese término con el mayor de los desprecios. ¿Y todo por qué? Porque bailaba, iba siempre con chicas y tenía una voz «algo afeminada», dicho por uno de mis alumnos. Sí, todavía en el siglo XXI seguimos con estos estigmas, con estas etiquetas absurdas. Se sigue pensando, por desgracia, que si no eres como el resto, no eres parte del resto. Se sigue sin dejar SER en la escuela. Y su familia lo denominaba «especial», algo que me dejó perplejo. Especial debería ser cualquier hij@, pero no en el sentido que ellos querían darle a ese término.
En los primeros días de clase, empecé a observar a «J». No se separaba nunca de sus amigas, no interactuaba casi nunca con los chicos de la clase, no participaba mucho (imagino que por aquello del qué dirán) y apenas sonreía. Con 10 años y sin apenas sonreir, algo pasa. Y es algo grave.
Un día, decidí dar una charla sobre los diferentes tipos de personalidades a mis alumn@s: en parte, me inventé ciertos casos para que a ellos les sonaran como reales. Para que reflexionaran sobre su manera de pensar acerca de ciertos temas. Esto cambió la manera de ver las cosas de algunos, pero no de todos. También senté juntos a «J» con otro chico del grupo de «los guays». Este chico tenía una carácter afable y bonachón, seguro que funcionaría. Y funcionó. Funcionó porque «J» empezó a sentirse liberado y poder hablar con su nuevo compañero sin miedo al rechazo. Y su nuevo compañero, empezó a descubrir a «J», al que definió tiempo después como «un buen chico, divertido y amable». Ni rastro de aquella connotación peyorativa en sus palabras. Funcionó porque «J» empezó a sonreir y a mirar a los ojos a la persona con la que hablaba, cosa que antes no hacía. Ya veis, un gesto sencillo, un gran avance. Aunque algunos seguían manteniendo ese pensamiento arcaico.
«J» se levantaba muchos días de la cama con pocas ganas de acudir al colegio, no quería verse las caras con aquellos que solo le miraban para reirse. No quería hacer Educación Física, pues tenía muy poca fuerza y no quería que los demás lo comentaran; tampoco se le daba bien el fútbol, ni el baloncesto… ni prácticamente ningún deporte. Pero bailando era un espectáculo. Lo comprobé de primera mano un día que le pedí que bailara junto con otro compañero del grupo de los «guays» que también bailaba funky, como «J». Pero a este último no le consideraban «un gay de esos».
Hicieron un baile brutal, que provocó que toda la clase, yo incluido, nos levantásemos a aplaudir emocionados cuando terminaron. La cara de felicidad de los dos era notable, pero la de «J» para enmarcar. Se sentía liberado, aceptado e incluso, admirado. Fue su momento. Pero quedaba e imagino que quedará mucho camino por recorrer. A mis exalumnos y a la sociedad en general. Me quedo con lo que me dejó por escrito el último día en una nota: «Gracias por verme como soy, por enseñarme a aceptarme, valorarme y por hacerme sonreir cada día».
Su gran sueño era dejar de «ser diferente». Y yo le dije que era un imposible para cualquiera, que lo que enriquece a las personas es eso mismo, las diferencias que tenemos unos con otros.
¿Qué habría sido de «J» si se hubieran trabajado con él las soft skills?
La educación emocional le habría ayudado a entender mejor su situación personal, a poder expresar sus sentimientos y no guardárselos en su «mochila», a mostrarse tal como es, a no dar importancia a los comentarios o gestos dañinos…
La comunicación efectiva y la escucha activa le ayudaría a comunicarse mejor con su entorno escolar.
La flexibilidad y adaptación le habría ayudado a gestionar mejor el enfrentarse a este tipo de comentarios, de miradas… y hacer de ellas una herramienta más que una losa. Aclaro que no quiero defender o aceptar que esto tenga que ocurrir, pero hay que estar preparado para lo que nos enfrente la vida.
El trabajo en equipo con distintos roles habría permitido dar esa responsabilidad a «J» y que ciertos compañeros tuvieran que estar «a sus órdenes». Darle a él ese protagonismo que necesitaba para sentirse mejor.
La resiliencia le habría ayudado a sobreponerse a esas situaciones incómodas.
Debo terminar diciendo que nada de lo que le ocurría a «J» con su entorno debería de haber pasado. Nunca. Pero a veces debes tener tú las herramientas para enfrentarte a la sociedad, ya que esta, en ciertos aspectos, no avanza
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